Sábado. Amanece.
A muchos esta mañana los descubre insomnes luego de tratar infructuosamente de conciliar el sueño. Pocos lograron hacer a un lado las imágenes y los sonidos de los acontecimientos del viernes que cobran nueva vida apenas se cierran los ojos.
Algunos se irán de Jerusalén, emprenderán el camino de regreso a sus lugares de origen con tristeza, desesperanzados. Otros deciden permanecer juntos, ocultos, temiendo que el poder que se ensañó con su maestro se vuelva con la misma violencia hacia ellos. Se miran entre sí, casi ninguno habla. Los gestos, las miradas, revelan el sentimiento de desconcierto que los embarga. Temor, duda, culpa, vergüenza.
Algunos conversan en voz baja, recuerdan. El mar agitado que se aquieta; los panes, los peces y los cinco mil; la mortaja de Lázaro abandonada en la entrada de la tumba, los ojos ciegos restaurados, la pesca milagrosa, los enfermos sanados, los espíritus presos liberados. ¿Por qué no usó ese mismo poder para salvarse?
¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo pasar lo que pasó? Este no era el final que esperaban. ¿Acaso él no se había presentado como el Hijo de Dios? ¿Cómo pudo desampararlo su Padre? ¿No era el Mesías esperado? ¿No se suponía que él los liberaría de la opresión romana y establecería su reino en la tierra? ¿Cómo congeniar todas sus expectativas con esa imagen desoladora del salvador derrotado?
—Dijo que resucitaría —arriesga alguno como queriendo aferrarse a cierta esperanza. Fue algo que él manifestó varias veces, pero por alguna razón no lo entendieron o no lo creyeron. ¿Qué quiso decir cuando anunció que entregaría su vida y la volvería a tomar?
No comprenden; sin embargo, siguen allí, creyendo contra toda esperanza que todavía algo puede pasar. Nadie lo menciona, nadie lo dice en voz alta; pero todos esperan sin saber muy bien qué es lo que los retiene.
Ninguno puede ni siquiera sospechar lo que sucederá en la tumba donde unas manos amigas depositaron el cuerpo del maestro amado. La única expectativa en este sábado es la de las mujeres que tienen todo preparado para ungir el cuerpo al día siguiente.
Mientras tanto, el Padre observa y espera el momento preciso. Tal vez por primera vez en toda la eternidad, alrededor del trono todos hacen silencio. Es apenas un compás de espera antes de que millones de millones se unan en un victorioso cántico nuevo.
Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza (Ap. 5:11-12).
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