Primer paso



1997, junio.

Amanece lentamente entre los altos edificios que se proyectan hacia el cielo, oscuras moles que se recortan contra el firmamento apenas coloreado.

Hace frío. El aire helado se cuela por las bocacalles remolineando en cada esquina. Unos pocos transeúntes se apresuran apretando sus abrigos, la cabeza gacha entre los hombros.

La ciudad despierta perezosamente.

De pronto, al cruzar una calle algo me hace detener. Recuerdos. Sin  aviso una oleada de sentimientos me toma por asalto. Me quedo ahí  parada, dudando. Es temprano, aún tengo un poco de tiempo, ¿por qué no entrar?

Cruzo la alta reja negra y la maciza puerta magníficamente tallada. Abro lentamente la rechinante pequeña puerta que encuentro después y, por fin, entro en la fría penumbra apenas interrumpida por unas pocas luces aquí y allá.

Mis pasos resuenan  multiplicados mil veces. Lentamente avanzo por un pasillo lateral hacia el frente y me siento en el largo y lustroso banco oscuro. Miro a mi alrededor. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? Casi cinco años.

 

1992, septiembre.

El  sol cae a plomo en este mediodía de primavera anormalmente tórrida. El  aire sofocante es como una masa de fuego que golpea inclemente quitando el aliento.

Casi no queda nadie en la calle a estas horas. Mi hermana y yo volvemos desde el centro cargadas con varias bolsas con las compras para la semana. Avanzamos lentamente, charlando distraídamente, de todo  un poco y de nada en especial. Al llegar cerca del templo comentamos  algo sobre la arquitectura del mismo, los hermosos vitrales, el estilo.

De pronto, al cruzar la calle algo me hace detener. ¿Escuché bien? ¿Qué es lo que ella dijo?

  —Entremos —repite.

  —¿Cómo se te ocurre? ¡Es tarde, estoy cansada de tanto caminar y hace mucho calor! Quiero llegar de una vez por todas a casa —protesto.

  —Por favor, sólo un ratito, entremos —insiste.

 Hay  tanta urgencia en su voz, parece haber una necesidad tan grande en ella. ¿Qué le pasa? Hace tiempo que está así, extraña, no la entiendo. Al fin me decido.

  —Está bien, pero sólo un momento.

 Cruzamos la imponente reja negra y la alta y maciza puerta tallada. La puerta  más pequeña que encontramos después rechina un poquito al abrirla. Al fin entramos en la fresca penumbra, apenas disipada por los rayos coloreados al pasar por los vitrales.

Nuestros pasos resuenan en el silencioso pasillo lateral, multiplicándose mil veces. Avanzo lentamente  siguiendo a mi hermana, observando todo con muda curiosidad, hasta que nos sentamos en un largo y lustroso banco oscuro.

Miro a mi alrededor. Veo muchas imágenes que no alcanzo a identificar. Un poco más allá, una cruz con Cristo agonizante. Pero la que más me atrae es la que está sobre el altar. Un espléndido trono con una figura de Cristo ataviado y coronado como un rey. La luz del sol que se cuela desde los múltiples ventanales se derrama cálidamente sobre la túnica y centellea sobre la magnífica corona enjoyada.

Miro a mi hermana sentada en silencio a mi lado. ¿En que estará pensando? Está tan rara... Y yo, ¿qué hago acá? Con todo lo que tengo para hacer, tantas cosas por resolver... ¡Qué  tontería! Si yo nunca... ¿Por qué me siento tan inquieta? Este  desasosiego, ¿por qué?

Tengo un nudo en la garganta, trato de tragar, de disolver eso que me aprieta y me aprieta hasta que parece que ya no podré respirar. Las lágrimas empiezan a escaparse, imposibles de detener. ¿Qué es lo que está pasando? Alzo los ojos y miro alrededor, y es como si, de pronto, algo se rompiera muy adentro...

  —Jesús, si de veras existís, ayudame.

 

1997, junio.

Pasó el tiempo y todo lo que me rodea no ha cambiado. El mismo lugar, el mismo banco, la misma penumbra silenciosa. Pero ya no soy la  misma. Atrás quedaron el dolor y el miedo, la soledad y la angustia. Atrás quedaron las preguntas sin respuesta, las dudas. En cambio estás vos Señor, aquí, a mi lado desde entonces, desde siempre, aún cuando no lo sabía.

Ahora comprendo que no es en esas frías imágenes donde vos estás. Estás en mí, en mi corazón, y no puedo hacer otra cosa mas que darte gracias por haberte acercado a mí de esa manera.

A pesar de mi  ignorancia y mi indiferencia, estuviste dispuesto a atraerme con tus lazos de amor. Aún en medio de mis dudas y mi incredulidad fuiste capaz de escuchar ese clamor, inaudible para los hombres pero tan claro para vos, y allí estuviste.

Poco a poco se fue haciendo el milagro, fue un  proceso, es un proceso que aún continúa, constante.  Trajiste una paz que nunca antes había conocido, una alegría que jamás había  experimentado y la esperanza que ya había perdido. Diste un sentido, un propósito y una meta a mi vida antes vacía. Me diste fuerzas y aliento para seguir, a pesar de las dificultades y los problemas. Me diste tu amor, y lo seguís haciendo cada nuevo día.

Gracias, porque por tu  misericordia aceptaste ese pedido de auxilio tan poco formal. Ni siquiera fue una oración, fue más bien como un grito, como el manotazo desesperado de quien siente que se cae y busca de dónde agarrarse para salvar su vida.

Pero fue suficiente para vos. Era la oportunidad que estabas esperando. Un resquicio en mi corazón de piedra, una grieta en la fortaleza, una fisura en el muro. Se derrumbaron las defensas. Y allí estuvo tu mano aferrando la mía. Allí estuviste, Jesús, sacándome de entre las ruinas. 


Autor: Patricia Edith Alvarez


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