En mi adolescencia, solía escaparme a la terraza de la casa de la abuela y me recostaba durante horas observando esos miles de millones de astros que titilaban en el firmamento en medio de la quietud de la noche.
¡Me sentía tan pequeñita ante ese espacio infinito! Por un momento tomaba conciencia de que no somos más que una partícula en medio de esa inmensidad.
Los planetas me parecen algo asombroso, se desplazan en sus órbitas como en una especie de danza perfectamente coordinada.
Algunos están muy próximos al Sol, abrasados por su calor, otros muy lejos, convertidos en parajes helados.
Todos tienen diferentes tonalidades, distintos tamaños, más o menos cantidad de lunas, algunos tienen anillos; no existe uno igual al otro.
Sin embargo, tienen algo en común. Tanto los planetas como sus satélites, por más hermosos que luzcan, no brillan con luz propia; solo reflejan la que reciben del astro rey.
Mercurio, el planeta que gira más cerca del Sol, es muy difícil de observar porque prácticamente está inmerso en la brillante corona solar.
Sospecho que el Señor, nuestro Rey, anhela esa clase de cercanía… Espera que “giremos” tan cerca de Él que nos confundamos con su gloria de tal modo que ya no se nos pueda ver. Y lo desea a tal punto que, para hacerlo posible, se despojó de todo y se hizo como nosotros.
Me conmueve que el Padre, por amor a las tristes y descarriadas criaturas que habitan este mundo, haya llevado a cabo la más completa y perfecta misión de rescate enviando a Jesús a nacer aquí, en los suburbios de la galaxia.
¿Y qué haremos en respuesta a semejante amor? Tal vez podríamos tratar de parecernos a la luna; sólo un montón de rocas flotando en el espacio, sin ningún esplendor en sí misma, pero capaz de reflejar la suficiente luz como para mostrar el camino en la noche más oscura.
Los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento despliega la destreza de sus manos.
Salmo 19:1
Autor: Patricia Edith Alvarez
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