La tarde del sábado cae lentamente mientras los pájaros se apresuran a volver a sus nidos.
Ella está sentada a mi lado con una pequeña variedad de juguetes, inventa historias, les pone voces a sus muñecos y canta en voz baja algunas canciones recién aprendidas.
De pronto hace silencio. Volteo hacia donde ella está y la miro.
Ha dejado los muñecos y sus manitos están cruzadas, la carita inclinada, sus ojitos cerrados.
—Jesús, ahora te voy a cantar una canción —dice.
“Banderita chiquitita del Jardín,
mi corazón haces latir.
Mis manitos te saludan al bajar,
Así, así. Así, así”.
Termina de cantar y permanece un instante más en la misma posición. Después levanta la vista y me mira.
—Nona, ¿me habrá escuchado? —pregunta muy seria.
—¡Claro que te escuchó, siempre te escucha, y le encantó tu canción! —respondo.
Su sonrisa convierte sus ojos en apenas dos rayitas detrás de los lentes colorados, mientras su inocencia sube al cielo como una tierna adoración.
Has enseñado a los pequeños y a los niños de pecho a rendirte perfecta alabanza. Salmo 8:2 (NBV)
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