El Padre y vos eran uno. Me cuesta imaginar lo que habrás sentido cuando él apartó la vista, cuando el pecado que recayó sobre vos te separó de esa comunión perfecta que existía desde el principio, desde la eternidad.
Los golpes, el escarnio, la crucifixión misma, el dolor de tu cuerpo, no deben
haber sido comparables al dolor de la separación. Y del dolor de esa soledad más que absoluta surgió el grito como la expresión
de tu alma en agonía.
Eso era lo que yo vivía hasta que acepté tu sacrificio, consumado para que mi
propia agonía se diluyera en la tuya. Vos sufriste el dolor para que yo no tuviera que sentirlo. Soportaste el castigo para que yo no tuviera que sobrellevarlo. Aceptaste ese tremendo instante de separación con el Padre para que yo pudiera
acercarme y unirme a él.
Vos, que no podías morir, aceptaste encerrar tu grandeza en un cuerpo humano
con el propósito de hacerlo. Te recubriste de carne y te sujetaste al tiempo para introducirme en la
eternidad al lado tuyo. Y me otorgaste un valor incalculable pagando el precio de mi vida con tu
sangre.
Moriste para que yo tuviera vida. Moriste por mí.
A eso de las tres, Jesús gritó
fuerte: «Elí, Elí, ¿lama sabactani?» que significa: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por
qué me has abandonado?»
Mateo 27.46 PDT
Autor: Patricia Edith Alvarez
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