La fiesta ya terminó y ella permanece sentada en la penumbra del comedor. El aire tibio de esa madrugada de diciembre se cuela por la ventana entreabierta desde la que se puede ver un retazo del mundo allá afuera.
Ella observa los autos que pasan y a los vecinos que están volviendo a sus casas. En la otra cuadra todavía se escucha la música de un baile y un perro ladra asustado por el estallido de algún cohete retrasado.
La casa está en silencio, tibia
y revuelta, y ella está allí, inmóvil mientras las parpadeantes luces del árbol
le colorean la mitad de la cara. Poco a poco siente que el cansancio le va
ganando cada centímetro del cuerpo; ha sido un largo mes, una larga semana y un
largo día.
—Y después de todo... ¿qué me ha quedado? —piensa.
—Nada —se responde tratando de reprimir las lágrimas y de ignorar la sensación
de vacío que le aprieta en el pecho.
Desde principios de mes que viene corriendo tras el árbol, los adornos, las
guirnaldas, las luces, los regalos. Todo ha aumentado, ofertas aquí, más
ofertas allá, una muchedumbre que la aprisiona por todos lados y el ruido. Como
de una inmensa colmena en plena actividad, un murmullo indefinido entremezclado
con las tintineantes luces musicales que desgranan villancicos, las risotadas
de un Papá Noel deshidratado de calor, los bocinazos de los autos tratando de
abrirse paso por entre medio de esa marea humana y los gritos de los
comerciantes ofreciendo sus baratijas.
El día de la fiesta se levantó temprano, tenía que estar en todo: el menú, las
bebidas, recordar la cita a algún invitado, los últimos preparativos. Todo tiene
que estar perfecto, organizado, listo para la celebración de la noche. En algún
momento del día una pasada por la iglesia, un rato, rápido, y volver a casa
antes que todos empiecen a llegar, antes que empiece la fiesta.
—La pasamos bien —reflexiona.
Todo estuvo a pedir de boca, la comida a punto, la bebida bien helada, los
postres. Después el pan dulce, los turrones y las garrapiñadas poblaron la
sobremesa para esperar las doce, el brindis y los regalos. Por fin la hora
llega y mientras el aire se llena de estampidos y el cielo de luces, todos se
besan y abrazan, y los más chicos aprovechan la confusión para abalanzarse
sobre los paquetes. ¡Feliz Navidad!
En pocos segundos los prolijos envoltorios forman un deforme montón de papel y
moños destrozados, diseminados por toda la casa. Es un buen momento que tal vez
se prolongue un rato entre brindis, bailes, anécdotas, charlas, risas y algunos
bostezos. Los chiquitos empiezan a cabecear en brazos de sus madres y poco a
poco, a medida que avanza la hora, se empiezan a ir, uno a uno, hasta que la
casa está otra vez vacía.
Ella despide en la puerta al último en partir y se queda allí un rato mirando
las luces rojas del auto que se pierden al doblar la esquina. Cierra la puerta
y se da vuelta lentamente para enfrentar el silencio.
Empieza a juntar algunas
cosas y a apagar las luces. Endereza el árbol que quedó medio ladeado después
de que lo tomaran por asalto y llega hasta el sillón cerca de la ventana. Allí
se sienta.
—Debería estar feliz —piensa— la fiesta estuvo muy linda, los regalos, lo
pasamos bien...
De pronto se detiene como si recordara algo, se levanta y va hacia el árbol.
Inclinada debajo de las ramas cargadas de adornos empieza a limpiar el lugar
con cuidado; bolsas de nylon, tarjetitas olvidadas por el destinatario, pedazos
de envoltorio. Al fin logra liberar el pequeño pesebre de todo ese lío.
—No está —piensa. —¡Qué
lástima, con tanto barullo no nos acordamos de ponerlo! ¿Dónde lo habré dejado?
Se endereza y mira alrededor. Revisa con cuidado encima de los estantes de la
biblioteca, arriba del televisor, debajo de la mesita del teléfono.
¡Ah! —recuerda— Sobre la heladera.
Busca un breve momento y allí está, detrás de la panera, entre algunos vasos a
medio tomar y algunos trozos de turrón; una diminuta figura de yeso. La toma
con delicadeza, la limpia un poco de migas de pan dulce y la lleva bajo el
árbol, al pesebre.
Fue en el preciso instante en que se arrodillaba cuando lo escuchó, un leve
golpe en la puerta, alguien llamándola por su nombre. Se incorporó
sobresaltada. Entonces lo oyó mejor. Sí, alguien golpeando a la puerta.
—¡Qué tonta asustarme así! Seguro es alguien que se olvidó alguna cosa —pensó
tratando de tranquilizarse. Aún a pesar suyo se acercó lentamente a la entrada.
—¿Quién es? —la voz le salía desagradablemente extraña.
—Por favor, no temas, nada más
vine a traerte un regalo, un regalo especial. Soy Jesús.
—¡Disculpe, pero yo no conozco
a ningún Jesús y ni sueñe que le voy a abrir la puerta!
—Entiendo tu sorpresa y tu
desconfianza, tal vez si hablamos un poco cambiarías de opinión. En cierta
forma ya me conoces. Mira esa figurita en tu mano, me representa cuando nací,
pero esa es sólo parte de la historia. Vine a ofrecerte mi amistad.
Ella está tiesa. Sus ojos van del pequeño bebé en la palma
de su mano que le sonríe tendiéndole sus bracitos regordetes, a la figura que
se vislumbra a través de los vidrios de la puerta, recortada sobre la luz de la
vereda.
—La verdad es que no sé qué decirle. ¿Cómo conoce mi nombre? ¿De qué regalo me
habla? ¡Esto es una locura, debo estar volviéndome loca! Si usted es quien dice
ser, entonces se supone que es Dios... ¿Cómo Dios puede interesarse en ser
amigo de alguien como yo?
—¡No, no estás loca! Quiero ser
tu amigo, por eso estoy aquí. Yo te conozco, no sólo tu nombre sino todo sobre
vos, tus sueños, toda tu vida, todo. Estabas tan sola, te vi tan triste después
de haber trabajado tanto para celebrar mi nacimiento que, bueno, vine a traerte
mi regalo.
—No sé, no estoy segura.
—Esta época es un poco extraña,
todos están pendientes de los festejos, ¡pero son tan pocos los que se acuerdan
de mí! Son tan pocos los que realmente saben qué están celebrando, a quién
están recordando. Están tan aturdidos por tanto ruido, tanto afanarse por las
cosas, tan encerrados en ellos mismos.
—Bueno, muchos se acuerdan.
-Sí, es cierto, pero por lo
general recuerdan la historia y se quedan allí. Olvidan que nacer aquí fue
relativamente fácil comparado con lo que vendría después. Eso sí que fue bravo,
fue una decisión difícil, pero lo hice justamente para poder estar hoy aquí
ofreciéndote cambiar tu vida.
—¿Cambiar mi vida?
—Exactamente, y cambiarla por
completo. Lo que yo te ofrezco es el regalo más grande, el más valioso. Te
ofrezco perdón, paz en tu corazón, alegría, esperanza, nuevas metas, guía,
fortaleza, seguridad, afecto, compañía, vida eterna... ¡tantas cosas!
—Pero aun así, no sé. Todo esto
es tan extraño...
—Bueno, eso es lo que yo te
ofrezco, pero la decisión es tuya. Yo no puedo forzar tu puerta, yo no puedo
obligarte a darme un lugar en tu vida.
—No sé...
—Sabes, hace un poco más de dos
mil años no hubo lugar en ninguna posada para que yo naciera, todas las puertas
permanecieron cerradas. Aún hoy muchas siguen así. Pero yo no me doy por
vencido, sigo llamando, algunas se abren. ¿Me abrirás?
—Yo...
—Vamos, ya no dudes, te amo y
quiero que me conozcas, quiero ser parte de tu vida.
De pronto parece que todo se ha vuelto terriblemente silencioso, ya no se oye
ni el tráfico, ni los perros, ni los cohetes, ni la música trasnochada.
Silencio. Parece como si el tiempo se hubiera detenido.
Ella no se mueve; teme, pero
siente una revolución en su interior, algo que le quema allí adentro, en el
pecho, donde antes sentía ese vacío tan parecido al infinito. Una llamita, una
esperanza y no quiere que se vaya, no quiere perderla, no quiere sentir el
vacío nunca, nunca más.
Lentamente su mano se extiende
para asir el picaporte, está húmeda de transpiración y tiembla ligeramente
cuando gira la llave; y por fin su corazón se abre, tan despacio como su
puerta, para dar paso al comienzo de una nueva vida.
¡Mira! Yo estoy a la puerta y
llamo. Si oyes mi voz y abres la puerta, yo entraré y cenaremos juntos como
amigos.
Apocalipsis 3:20 NTV
Autor: Patricia Edith Alvarez
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