En el lugar se reúne una gran multitud. Algunos gritan,
otros insultan descargando su ira, su odio, su profunda frustración.
Un poco más lejos otro grupo guarda silencio. Los
más cercanos, los que lo aman, aquellos que le sirvieron y creyeron en él están
allí, acompañándolo hasta el fin. Y está también María, su madre, con el alma
atravesada por el dolor.
Algunos lloran, miran asombrados lo que parece ser
el fin de sus esperanzas. No entienden. Mil preguntas surgen en ese momento, y
la más difícil de todas: ¿por qué?
Pero María, aunque sufre, no pregunta “por qué”.
Nunca lo hizo. No fue esa su pregunta cuando el ángel vino para anunciarle que
llevaría en su vientre al Hijo de Dios. Tampoco la hizo cuando los pastores
adoraron en el pesebre, ni frente a la persecución de Herodes. Ni siquiera
cuando Simeón le anunció que un día su alma sería traspasada.
Ahora sabe que ese día llegó; y así como no
preguntó el por qué antes, tampoco lo hace ahora. Tal vez porque sabe que hay
un propósito en todo esto. Comenzó a vislumbrarlo el día que aceptó que se
cumpliera la voluntad de Dios en su vida, aunque eso pusiera en peligro su
propia reputación, aunque no lograra entender todo desde el principio. El
cuadro se fue armando poco a poco, a través de los años, con todas aquellas
cosas que fue guardando en su corazón.
Y ahora está aquí, de pie ante la cruz donde está
su hijo. Ahora entiende. Las últimas piezas del rompecabezas están cayendo en
el lugar preciso. El cuadro está a punto de ser completado. El precio de
nuestra paz y libertad está siendo pagado.
Él nos amó y se ofreció a sí mismo como sacrificio
por nosotros… Efesios 5:2
Autor: Patricia Edith Alvarez
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