Al pie de la cruz



En una colina, cerca de Jerusalén, se desarrolla un drama de repercusiones eternas. No es un accidente, y es mucho más que una injusticia.

En el lugar se reúne una gran multitud. Algunos gritan, otros insultan descargando su ira, su odio, su profunda frustración.

Un poco más lejos otro grupo guarda silencio. Los más cercanos, los que lo aman, aquellos que le sirvieron y creyeron en él están allí, acompañándolo hasta el fin. Y está también María, su madre, con el alma atravesada por el dolor.

Algunos lloran, miran asombrados lo que parece ser el fin de sus esperanzas. No entienden. Mil preguntas surgen en ese momento, y la más difícil de todas: ¿por qué?

Pero María, aunque sufre, no pregunta “por qué”. Nunca lo hizo. No fue esa su pregunta cuando el ángel vino para anunciarle que llevaría en su vientre al Hijo de Dios. Tampoco la hizo cuando los pastores adoraron en el pesebre, ni frente a la persecución de Herodes. Ni siquiera cuando Simeón le anunció que un día su alma sería traspasada.

Ahora sabe que ese día llegó; y así como no preguntó el por qué antes, tampoco lo hace ahora. Tal vez porque sabe que hay un propósito en todo esto. Comenzó a vislumbrarlo el día que aceptó que se cumpliera la voluntad de Dios en su vida, aunque eso pusiera en peligro su propia reputación, aunque no lograra entender todo desde el principio. El cuadro se fue armando poco a poco, a través de los años, con todas aquellas cosas que fue guardando en su corazón.

Y ahora está aquí, de pie ante la cruz donde está su hijo. Ahora entiende. Las últimas piezas del rompecabezas están cayendo en el lugar preciso. El cuadro está a punto de ser completado. El precio de nuestra paz y libertad está siendo pagado.

 

Él nos amó y se ofreció a sí mismo como sacrificio por nosotros… Efesios 5:2


Autor: Patricia Edith Alvarez

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